Rota
¿Qué puedes hacer cuando la única persona capaz de destruirte es la única capaz de salvarte? ¿Cómo puedes sentir cuando ves que todo tu mundo se desmorona? ¿Qué se puede sentir después de ver como la felicidad que tanto tardaste en encontrar desaparece como la máscara de una gran mentira? Cuándo todas esas promesas de amor se desvanecen como niebla, espesa y húmeda, aletargando todo tu ser… No puedes hacer nada, no puedes sentir nada, porque nada queda, nada por lo que luchar, nada por lo que vivir o morir, solo el frío de un abandono anunciado. Un abandono que nunca quisiste ver pero que sabias estaba por llegar, porque nada es eterno. El amor es como una flor… nace de donde no hay nada, de una tierra virgen de sentimientos, crece entre la hostilidad del miedo a lo desconocido, entre la desconfianza y aun así crece, crece fuerte y vigorosa, con sueños, esperanzas, momento felices que van formando sus coloridos pétalos… Pero a todo le llega su fin. Esos pétalos van perdiendo su color mientras que el tallo se seca por las lágrimas derramadas y poco a poco la flor va desapareciendo, hasta que el viento la desprende de sus pétalos. Entonces el tallo desprotegido tarda poco el caer. Un pequeño tallo de una pequeña flor. Pero sientes el estruendo cuando cae. Sientes su peso. Primero intentas volver a pegar los pétalos con besos y caricias. Luego intentas soportar el tallo con recuerdos y promesas… Pero al fin todo se desvanece. Siempre es así. Solo varía el tipo de flor. Puede que la flor pueda vivir sin pétalos. Puede que sus pétalos tarden más en desprenderse. Puede que con el tiempo renazca. Pero siempre es igual. Pero preferimos mirar para otro lado. Creemos tan ciegamente que esa flor nunca morirá, lo creemos con devoción, nos educan para creer que será para siempre. Nos enseñan desde pequeños a esperar esa flor al comienzo de la primavera que es la vida y a verla morir cuando llegue nuestra muerte. Pero no es así. Nunca es así. Nunca.
Puede que lo único que sea es una amargada que no acepta el hecho de perder lo mejor que nunca le paso. Un amor que esperé tanto… Un amor que desee con cada fibra de mí ser. Un amor que me mató por dentro hasta dejarme congelada. Tan congelada que nada me importa. Nada. Podría dejar de respirar en este mismo segundo y no me importaría. Ni a mí ni a nadie. Porque la única persona a la que creía importarle me abandono como si solo fuera un clinex de usar y tirar. Una persona a la que no le importó dejarme con el corazón roto en aquel desvencijado banco, que era el nuestro, sola en aquel frío enero. Como si mi amor no fuera suficiente, como si no valiera nada. Porque yo no era lo suficientemente buena, pero eso, repito, ya lo sabía. Es bonito vivir de sueños pero los sueños, sueños son. Y yo desperté sola en una cama de hospital. Mi vida acabó junto aquel sueño en aquel viejo parque. Me sentí traicionada. Sola. Vacía. Me sentí muerta.
ESTABA MUERTA.
No tarde en recordar lo ocurrido. No después de levantarme, girarme y ver mi cuerpo en la cama, mientras un pitido agudo inundaba la habitación junto con media docena de médicos y enfermeros.
Cuándo Él se fue anduve por el parque durante horas, dando vueltas, sentándome de vez en cuando en algún banco o columpio, no importaba la fría lluvia que calaba mi ropa y goteaba de mi cabello.
La noche llegó cuando estaba abriendo la puerta de mi casa. Mi madre dormía. La casa estaba a oscuras sumida en un silencio sepulcral que solo era roto por mi entrecortada respiración y el sonido de mi suelas de goma mojadas.
Mi habitación estaba perfectamente ordenada. Como la había dejado antes de salir. Comencé a tirar todo lo que veía, luego comencé a romper los muebles a patadas. También las paredes soportaron mi rabia. Apenas pude coger mi caja de pastillas antes de que mi madre me echara como a una loca. ¿Estaba loca? Posiblemente. Compre en una tienda veinticuatro horas una botella de vino barato, de cristal. Me senté junto al puente donde juntos vimos nuestra primera puesta de sol. Y aquel recuerdo ardió más que el vino bajando por mi garganta y escoció más que los cortes de mis muñecas.
Contemplé el horizonte y me tumbé en aquella tapia. Era tan doloroso para mí estar sin él.
Era tan duro volverme a ver sola. No quería vivir así. Abrí la caja de pastillas y comencé a tragarlas de dos en dos y de tres en tres. Sabía muy bien que aquellas pastillas en aquella dosis me matarían… ¿pero cuánto tardarían? ¿Sería capaz de soportar aquel dolor hasta que acabaran conmigo? Puede que si, pero no estaba dispuesta a averiguarlo. Salté de la tapia. Durante una caída de pocos segundos recordé nuestro primer beso. La primera vez que hicimos el amor. Recordé también cuando renuncié al bebé que íbamos a tener por él. Recordé los gritos. Recordé cuando lo vi con otra. Recordé cuando me abandonó en aquel parque con un simple: Si alguna vez te quise ya no lo recuerdo. Y me maté por él. Solo me di cuenta de lo estúpida que fui cuando mi cuerpo chocó contra el suelo y sentí como mis órganos rebotaban contra mis costillas y se clavaban en ellas. Cuando sentí como mi cabeza se partía en dos. Cuando mis ojos se cerraron bajo la luz del amanecer. Se cerraron para siempre, mientras una dulce melodía resonaba en mis oídos procediendo solo de mi perturbada mente mientras balbuceaba mis últimas palabras, tratando de cantar aquella canción de la cual no recordé el nombre… Ahora estas de pie junto al faro, tienes lágrimas en el rostro, el fuego toca la vela, el tiempo permanece quieto, sin piedad, es sólo la noche… el tiempo permanece callado y tengo frío.
By: Lilith Salvatore.
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